La bruja de Portobello (Paulo Coelho)

HERON RYAN, periodista

Ya con la primera copa de vino, comentó -sin que yo le preguntase nada, claro- que tenía novio, policía de Scotland Yard. Evidentemente era mentira; debió de leer mis ojos, y estaba intentando rehuirme. Le respondí que tenía una novia, y llegamos a un empate técnico.

Diez minutos después de haber empezado la música, ella se levantó. Habíamos hablado muy poco; nada de preguntas sobre mis investigaciones sobre vampiros, sólo cosas generales, impresiones sobre la ciudad, quejas sobre las carreteras. Pero lo que vi a partir de ahí -mejor dicho, lo que vio todo el mundo en el restaurante- fue una diosa que se mostraba en toda su gloria, una sacerdotisa que evocaba a los ángeles y a los demonios.

Sus ojos estaban cerrados, y parecía que ya no era consciente de quién era, de dónde estaba, de lo que buscaba en el mundo; era como si flotase invocando su pasado, revelando su presente, descubriendo y profetizando el futuro. Mezclaba erotismo y castidad, pornografía y revelación, adoración a Dios y a la naturaleza al mismo tiempo.

Todo el mundo dejó de comer y se puso a mirar lo que estaba ocurriendo. Ella ya no seguía la música, eran los músicos los que intentaban acompañar sus pasos, y aquel restaurante en el bajo de un antiguo edificio en la ciudad de Sibiu se convirtió en un templo egipcio, en el que las adoradoras de Isis solían reunirse para sus ritos de fertilidad. El olor de la carne asada y del vino se cambió por un incienso que nos elevaba a todos al mismo trance, a la misma experiencia de salir del mundo y entrar en una dimensión desconocida.

Los instrumentos de cuerda y de viento ya no sonaban, sólo siguió la percusión. Athena bailaba como si ya no estuviese allí, el sudor le caía por la cara, los pies descalzos golpeaban con fuerza el suelo de madera. Una mujer se levantó y, gentilmente, le ató un pañuelo cubriendo su cuello y sus senos, ya que su blusa amenazaba en todo momento con resbalarle del hombro. Pero ella pareció no notarlo, estaba en otras esferas, experimentaba las fronteras de mundos que casi tocan el nuestro, pero que nunca se dejan revelar.

La gente del restaurante empezó a dar palmadas para acompañar la música, y Athena bailaba con más velocidad, captando la energía de aquellas palmas, girando sobre sí misma, equilibrándose en el vacío, arrebatando todo lo que nosotros, pobres mortales, debíamos ofrecerle a la divinidad suprema.

Y, de repente, paró. Todos pararon, incluso los músicos que tocaban la percusión. Sus ojos seguían cerrados, pero las lágrimas rodaban por su rostro. Levantó los brazos hacia el cielo, y gritó: -¡Cuando me muera, enterradme de pie, porque he vivido de rodillas toda mi vida!

Nadie dijo nada. Ella abrió los ojos como si despertase de un profundo sueño, y caminó hacia la mesa, como si no hubiera pasado nada. La orquesta volvió a tocar, algunas parejas ocuparon la pista intentando divertirse, pero el ambiente del local parecía haberse transformado por completo; luego la gente pagó su cuenta y empezaron a marcharse del restaurante.

-¿Va todo bien?- le pregunté, cuando vi que ya estaba recuperada del esfuerzo físico.

-Tengo miedo. He descubierto cómo llegar a donde no quería.

-¿Quieres que te acompañe?

Ella negó con la cabeza. Pero me preguntó en qué hotel estaba. Le di la dirección.

En los dos días siguientes, acabé mis investigaciones para el documental, mandé a mi intérprete de vuelta a Bucarest con el auto alquilado y, a partir de aquel momento, me quedé en Sibiu sólo porque quería verla otra vez.Aunque siempre he sido alguien que se guía por la lógica, capaz de entender que el amor puede ser construido y no simplemente descubierto, sabía que si no volvía a verla estaría dejando para siempre en Transilvania una parte importante de mi vida, aunque no lo descubriese hasta mucho más tarde. Luché contra la monotonía de aquellas horas sin fin, más de una vez fui hasta la estación de autobuses para ver los horarios para Bucarest, gasté en llamadas a la BBC y a mi novia más de lo que mi pequeño presupuesto de productor independiente me permitía. Les explicaba que el material todavía no estaba listo, que me faltaban algunas cosas, tal vez un día más, tal vez una semana, los rumanos eran muy complicados, siempre se enfadaban cada vez que alguien asociaba la hermosa Transilvania con la horrorosa historia de Drácula. Parece que al final los productores se convencieron, y me dejaron quedarme más tiempo del necesario.

Estábamos hospedados en el único hotel de la ciudad, y un día ella apareció, me vio de nuevo en la recepción, nuestro primer encuentro pareció volver a su cabeza; esta vez me invitó a salir, e intenté contener mi alegría. Tal vez yo también era importante en su vida.

Más tarde descubrí que la frase que había dicho al final de su baile era un antiguo proverbio gitano.